Advertencia: esta historia contiene delirios desquiciados, abarca relatos oscuros y pensamientos sin sentido.
Ya no recuerdo cuándo pasó, pero no es mentira lo que voy a contarles. Había una vez, hace más de mil años, una nube muy despiadada. Era conocida como la Dama Blanca. Se trataba sin duda alguna del personaje más perverso de la atmósfera subtropical. En cierta ocasión mandó a asesinar a su archienemigo Yojan Craif, por motivos desconocidos que ya todos conocemos.
Encontrábase Yojan trabajando en el jardín de su madre. Por entre los ligustros lo vi en cuatro patas intentando podar unos plantines. Le vi el culo, muy buen culo. Yo tenía ganas de cogerlo, para qué mentir.
¿Podés ayudarme?—me preguntó, adivinando mi presencia. Era una voz cansada, sensual, valiente. Esbozaba un gesto de fatiga en el rostro. Lo quedé mirando. No había dudas; estaba bueno. Un hombre hermoso, o que lo ha sido, cuando está sucio lo es aún más.
Se me han secado los plantines—me explicó con ternura.
No sé nada de jardinería— respondí de manera tonta.
No importa —insistió él—. Hacé lo que puedas. Ayudame, por favor.
“Ayudame, por favor”, resonaba en mi mente. Para mí, en estos casos, eso quiere decir “deslizame la mano hasta mi sexo y, a través del short, prodigame una caricia”.
Ah! Lo amaba.
En fin, acepté.
Yojan se agachó para mostrarme el deterioro de los plantines. Pude apreciar entonces, una vez más, su culo. Su majestuoso culo. Los culos de los futbolistas no se miran; se aprecian. Me apeteció besarlo. ¡Cuántas veces me había apetecido hacerlo, al verlo moverse así, caprichoso, elegante!
Mirá—me dijo—este plantín está muerto.
Sí, ya lo vi—respondí, pero refiriéndome a su hermoso pan dulce. Me puse demente. Le pregunté por su madre.
No está—me contestó—. Ha salido.
Mis largas orejas se erizaron. Me agaché fingiendo revisar la hojita muerta, y bien digo fingiendo, porque de jardinería, como de muchas otras cuestiones, no entiendo nada. Mi torpeza es una vergüenza. Es un horror.
—Hacé algo—susurró Yojan, acariciándome el brazo.
Y lo hice, y cómo lo hice. La barba naranja sin afeitar, los vellos en las piernas, sabrosos. El olor de sus axilas transpiradas y de sus piernas húmedas. Tan excitado me encontraba que ya no lo besaba, lo mordía, “ay” se quejaba, pero le gustaba y exigía más, más. Y movía el culo como un Kohinoor, como un animal. Apenas unos minutos, nada más. El semen se disparó caliente, viscoso. Este cuento ha acabado.